Articulo publicado en Berria:
Primero fue Mubarak.
Ahora ha sido Mursi. En dos años y medio Egipto ha vivido lo que
parecía impensable pocos años atrás y ha depuesto, con el claro
apoyo popular y la innegable colaboración militar, dos jefes de
estado agarrados a su silla. Entre el 11 de febrero de 2011 y el 3 de
julio de 2013 corren cerca de 29 meses de tortuosa transición
egipcia.
Dejando de lado que
técnicamente Mubarak dimitió y que Mursi ha sido oficialmente
depuesto, los dos anuncios llegan con el apoyo de una calle que
parece entregada a las fuerzas armadas. Estas han jugado un papel
clave en los dos cambios presidenciales y han dejado claro quién
marca la hoja de ruta de la transición egipcia. Ahora, como ya
sucedió en 2011, la calle parece confiar en las buenas voluntades de
las fuerzas armadas, a pesar de que la experiencia de gobierno
militar transicional vivida durante 18 meses dio lugar a un gobierno
errático, que incumplió sus promesas repetidamente y reprimió con
fuerza todo movimiento popular.
Mientras Mubarak basó su
legitimidad en la estabilidad conseguida bajo 30 años de gobierno de
hierro, Mursi la reivindica a través de las urnas. Una legitimidad
conseguida en unas tortuosas elecciones en las que solo consiguió
vencer per un pírrico 1'7% de los votos que luego ha dilapidado con
un gobierno despótico que no ha sabido tejer puentes con el resto de
fuerzas políticas y sociales. Obvió las promesas hechas a los
revolucionarios de crear un gobierno de coalición, ignoró el
consenso en la aprobación de la constitución y no dudó en
perseguir judicialmente y calificar de matones, como hacía Mubarak,
a todo aquél que se le opusiera.
Pero tanto la caída de
Mubarak como la de Mursi refuerzan el ya de por si omnipresente poder
militar. En 2011 se aliaban con quién consideraron el costado
fuerte, los Hermanos Musulmanes, mientras ahora han querido dejar
atrás los comunicados castrenses con olor a neftalina intentando
escenificar un mayor consenso. Con la puesta en escena del
comunicado han pretendido visibilizar públicamente una mayor
legitimidad del golpe incluyendo a fuerzas políticas, religiosas y
juveniles de oposición que habrían consensuado el texto con ellos.
Junto al-Sisi, durante la lectura de la hoja de ruta castrense, se
encontraban gente como el diplomático Baradei, cabecilla de la
oposición, los líderes de la iglesia copta y la institución
islámica de Al-Azahar o los jóvenes de Tamarrod responsables de las
ultimas movilizaciones contra Mursi. Incluso representantes del
partido salafista Nour, segunda fuerza del disuelto parlamento y que
argumentaron el riesgo de guerra civil, tomaron parte de la ceremonia
escenificando una vez más la ruptura de la falsa dicotomía
islamismo-laicismo profesada por muchos analistas. Pero esta
escenificación no esconde que los militares han situado como
presidente a un casi desconocido juez que de lo poco que sabemos es
que fue asesor del gobierno saudita y que fue clave para que el
mubarakista Ahmed Shafiq estuviera en la urnas presidenciales del año
pasado contra, precisamente, Mohamed Mursi. Pese a las esperanzas de
la calle, el nuevo presidente podría fácilmente volver a ser un
títere en manos de la junta.
Las protestas populares
también tienen una composición distinta. Mucho menos ideológica
que la de enero de 2011, en la que el grito de Pan, libertad y
justicia social lideraba las marchas, la actual combinación de
jóvenes revolucionarios, seculares convencidos y nostálgicos del
antiguo régimen han marcado las masivas movilizaciones de los
últimos días. No solo el ejército sale reforzado, también la
policía, quién en 2011 fuera el blanco de las iras y que ahora ha
jugado un papel pro-activo por la caída del presidente islamista. La
razia policial iniciada con el cierre de 3 canales de televisión
pro-islamistas, la entrada en el estudio de Al Jazeera, la detención
de cerca de 40 líderes de la hermandad o la prohibición de viaje a
270 más podría ser el inicio de una época de venganza que el
ejército ya ha negado que vaya a tener lugar.
Y es que el entusiasmo
con el que la junta militar ha afrontado una y otra situación es
claramente distinta. En 2011 tardó 18 días en forzar la salida de
Mubarak mientras no se cansó de pedir a los manifestantes que
volvieran a sus casas. En julio de 2013 no tardó ni un día en dar
un ultimátum de 48 horas al presidente, mientras difundía
espectaculares imágenes aéreas de las movilizaciones grabadas desde
sus helicópteros y daba estratosféricas cifras de participación a
los corresponsales extranjeros. La entrada en juego del ejército
aunque sirva para deponer un presidente que abusó de su poder, no
garantiza que las demandas lanzadas a la calle en enero de 2011 vayan
a ser escuchadas. Al menos no lo demostró en el pasado. Ahora vuelve
a tener la riendas para ver qué margen dará a los sectores
revolucionarios. O si, por contra, vuelve a abrazarse a un sector
mubarakista crecido por la caída de su antagonista histórico.
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