Este artículo fué originalmente publicado en la web de En Lucha y difundido posteriormente por la red en otros medios alternativos.
El 17 de diciembre de 2010 la oficial municipal Faid Hamdi confiscaba el carro de un joven vendedor ambulante en la recóndita villa tunecina de Sidi Bouzid. Nadie se podía imaginar cómo este hecho podía cambiar el curso de la historia. El joven, de nombre Mohamed Bouazizi, marcado con hierro por la falta de expectativas sociales y laborales, respondía a la humillación comprando una lata de gasolina y prendiéndose fuego frente a la oficina del gobernador. Aquella macabra chispa, de la que ahora se cumplen tres años, encendía la mecha de la revuelta en Túnez y ponía en marcha un levantamiento popular por la dignidad sin precedentes que sacudió el norte de África, primero, y el planeta entero, posteriormente. Los medios de comunicación occidentales, ávidos de nominalizar y encontrar medias explicaciones a toda prisa, plantaron mediáticamente el concepto de “primavera árabe”. Hoy, tres años después, es hora de valorar ese proceso todavía en marcha y que ha cambiado para siempre una región que vive con velocidades y procesos diferentes las transiciones sociales iniciadas en los respectivos países.
Lo que comenzó como un proceso popular y de base, sobre todo por inesperado y espontáneo, y que rasgaba décadas del monolítico discurso diplomático occidental en la región, dio paso a una guerra regional. Una guerra que tiene sobre todo en Egipto y Siria su tablero de juego. Pero esta se extiende también y en diversa intensidad a Libia, Túnez, Bahrein, Yemen o Sudán. En esta confrontación se encontraron dos modelos políticamente similares, económicamente calcados, pero geoestratégicamente opuestos. De un lado el viejo modelo, encabezado por las potencias pérsicas clásicas: Arabia Saudita, Emiratos Árabes y Kuwait. Por otro lado, la potencia emergente del diminuto emirato de Qatar, en alianza estratégica con el movimiento de los Hermanos Musulmanes.
Un jugador nuevo
Qatar, un país sin influencia histórica pero con la segunda renta per cápita más elevada del planeta, se había convertido en los últimos años en un actor importante del tablero de Oriente Próximo, certificado por un papel cada vez más destacado en la toma de decisiones de la Liga Árabe. Desde que en 1995 Hamid Ben Khalifa el Thani depusiera su padre en un golpe de estado incruento, el joven emir lideró una auténtica revolución política en el país y la región. A raíz de las revueltas árabes, ésta pasaba por una férrea alianza con los Hermanos Musulmanes, su caballo de Troya en la región. Si el análisis lo hubiéramos hecho doce meses atrás, habríamos definido que si algo parecía marcar la ola revolucionaria de los países árabes era el aumento de la influencia de los Hermanos Musulmanes, y sus ramificaciones, como nueva potencia política regional. En Túnez era la rama local de la hermandad, Al Nahda, la que tomaba el poder, mientras en Marruecos Justicia y Desarrollo ponía un pie y medio en el gobierno. La formación también ganaba peso político en lugares como Kuwait, Libia o Jordania, y en Siria la lucha de poder dentro de la dividida oposición no hacía sombra al importante peso que los Hermanos Musulmanes estaban jugando. Incluso en el caso palestino, el ascenso de la hermandad permitía a la hermana Hamás dejar de sentirse acorralada favoreciendo un hasta hace poco impensable proceso de reconciliación con Fatah.
Pero doce meses después, y sobre todo a raíz del veraniego golpe de estado del general Abd el- Fattah al- Sisi en Egipto, fervorosamente apoyado y financiado por Arabia Saudí, las tornas del juego han cambiado.
De hecho el momento culminante del giro político había llegado una semana antes de ese golpe. La deposición de Mursi había llegado poco después de la sorprendente renuncia al trono del emir de Qatar en beneficio de su hijo Tamim Ibn Hamad Al- Thani. Pocos días después de la caída de Mursi, Qatar experimentaba otro revés. En Siria, la Coalición Nacional Siria, uno de los principales grupos opositores, nombraba Ahmad Jarba, considerado alguien cercano al gobierno de Riad, como nuevo presidente en sustitución del hombre de Doha. El pequeño emirato iba perdiendo gradualmente el enorme peso político ganado por la denominada primavera árabe. Mientras tanto, los Estados Unidos seguían sin saber cómo posicionarse ante una guerra regional entre dos potencias económicas aliadas.
Pero, a pesar de que el desastre económico de las agresivas políticas neoliberales aplicadas en la región en los últimos veinte años fue el detonante clave para precipitar la caída de los dictadores y el presidente islamista, ha sido precisamente la intensificación de estas mismas políticas en el que uno y otro modelo no han dudado a coincidir. De hecho, si el análisis lo hubiéramos hecho dos años atrás, lo que mostraba la situación era un más o menos estable pacto de transición entre los dos frentes.
Egipto
En el caso egipcio, la cúpula militar y la hermandad acordaron el sacrificio de Mubarak para garantizar la pervivencia del régimen. Este acuerdo contra-natura, como el tiempo ha demostrado, se hizo en aras de la “estabilidad” y la “rueda de la producción”, las palabras más repetidas en el primer año post-estallido revolucionario. El pacto de transición se sellaba con la reforma constitucional que daba plenos poderes transicionales al ejército el 19 de marzo de 2011. Cuatro días después la Junta Militar emitía el decreto-ley 34 que penalizaba huelgas y protestas obreras que atentaran la productividad del país, y 15 días después una delegación del FMI visitaba el Cairo para abrir las negociaciones para un préstamo condicionado al establecimiento de medidas de liberalización radical de la economía. Todo con el apoyo de los Hermanos Musulmanes, que no harían más que intensificar la agenda liberalizadora una vez en el poder.
Mientras la calle palpitaba, la hermandad y la cúpula militar se dedicaban a atacar el músculo revolucionario y le acusaban de no ser genuino y ni siquiera egipcio. La cruzada de unos y otros consistiría en tachar de matones a gente que se manifestaba, de acusar de espionaje al activismo social y de quintacolumnistas las plantillas en huelga que reclamaban mejoras, mientras trataban de transformar un proceso revolucionario en una simple transición liberal.
Cuando la cúpula militar vio innecesario mantener el pacto, y después de que los medios se encargaran de despertar los viejos fantasmas de la era Mubarak, decidieron rasgar el acuerdo con la hermandad y efectuar el golpe del 3 de julio. Resucitaba el viejo régimen, que volvía a copar carteras ministeriales y recuperaba los puestos de poder dando alas al retorno más rancio del cuerpo policial, auténtico vudú revolucionario. Cacería de brujas y populismo militar a patadas mientras se mantenían los proyectos económicos de los Hermanos Musulmanes, como la liberalización energética y del precio del pan, que ya tienen una agenda de implementación. De hecho, eran los mismos programas que llevaban 20 años funcionando en el país.
Pero si algo deja claro la lección egipcia es que no se pueden hacer conclusiones precipitadas y, sobre todo, que las revoluciones no son ni momentos ni acciones concretas, sino procesos mutables y maleables en el tiempo. Y tiempo es, precisamente, lo que tenemos por delante en una región marcada por el alzamiento del invierno de 2011.
Hablar del mundo árabe siempre implica abrir el debate de la condición de la mujer en estos países. A pesar del papel destacadísimo que las mujeres tuvieron en el proceso revolucionario (desde las mujeres obreras de Mahala a las jóvenes activistas de Mosirreen o la campaña contra los juicios militares a la población civil) el avance en materia de género se encuentra a la cola de los escasos avances políticos logrados a día de hoy. De hecho, un reciente estudio del diario británico The Independent dejaba Egipto como el peor país para ser mujer de entre las naciones árabes, sobre todo a raíz del escandaloso aumento del acoso sexual en las calles del país.
La cuestión de género fue uno de los conflictos con los que la oposición atacó la hermandad, magnificando las declaraciones de la diputada islamista Azza El-Garf que, durante la investidura del primer parlamento post-Mubarak (con sólo un 1,8 % de diputadas), aplaudió que se pudiera limitar aún más las condiciones de divorcio, y que posteriormente defendería no prohibir la mutilación genital femenina y negaría la existencia del acoso sexual en las calles de Egipto. Pero las polémicas palabras de la diputada no hacían más que incomodar a las filas de su partido, obsesionado en dar una imagen más moderada de cara a occidente. Sin embargo, el parlamento no dudaría en atacar a las víctimas de agresiones sexuales en las movilizaciones contra los Hermanos Musulmanes de ser responsables de éstas por estar en un lugar que no las correspondía.
Pero si bien la hermandad fue acusada de no dar representatividad a la mujer, esto tampoco ha cambiado tras el golpe del 3 de julio. Más allá de retóricas vacías hablando de cuotas parlamentarias para las minorías, incluida la femenina, de las 50 personas que han redactado el actual borrador constitucional sólo 3 eran mujeres, por las 5 de 100 que participaron en la constitución de 2012 acusada de islamista. También son 3 las mujeres en el gobierno actual en un ejecutivo de 30 carteras, destacando la figura de Doria Sharaf, en el currículum de la cual destacaba su papel de censora del régimen Mubarak.
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